El ciclismo se hunde en el mismo debate de siempre… pero nadie quiere mirar el poder real que podrían tener las entradas para los fans

Cuando llega el invierno y desaparece la competición, el ciclismo vuelve a caer en su círculo vicioso favorito: preguntarse cómo demonios puede seguir siendo un deporte sostenible sin cambiar nada. Este año, la chispa la encendió Jérôme Pineau con una idea casi sacrílega en el podcast Grand Plateau de RMC Sport: cobrar entrada por los últimos cinco kilómetros del Alpe d’Huez en el Tour de Francia. Sí, poner vallas, tickets y plataformas VIP en la subida más mítica del ciclismo.

La respuesta fue inmediata y, sobre todo, previsible. El presidente de la UCI, David Lappartient, avisó en Ouest-Franceque “si haces pagar por ver el Tour, la resistencia será enorme”. Desde ASO, Pierre Yves Thouault repitió el dogma tradicional: “el ciclismo es, por definición, gratuito”. Una frase que funciona bien en titulares… pero que no resuelve nada.

Aun así, hubo voces que se atrevieron a mirar más lejos. Tomas Van Den Spiegel, CEO de Flanders Classics, lo dijo claro en Wielerflits: si el Tour cobrara entrada en el Alpe d’Huez mañana mismo, habría miles de personas dispuestas a pagar. Y Wout van Aert, en De Tijd, fue más directo todavía: “Cobramos en ciclocross desde hace años y nadie se queja. Quizá estamos demasiado obsesionados con la imagen romántica del ciclismo.”

La gran mentira del “ciclismo gratis”

Porque la verdad es simple: el ciclismo no es gratis. Lo pagan los ayuntamientos, los patrocinadores, las televisiones… y, al final, los aficionados a través de suscripciones, incluso si nunca compran un ticket.

Lo único “gratis” es poder ponerse al borde de una carretera. Y ese modelo, tan épico como frágil, depende de un puñado de organizadores gigantes y de marcas millonarias que pueden desaparecer mañana mismo si cambian sus prioridades.

Defender la gratuidad absoluta es, básicamente, decir que otro siga pagando la fiesta.

Los primeros en romper el tabú: Pozzato y la teoría del laboratorio

En Italia, Filippo Pozzato decidió dejar de teorizar y pasar a la acción. En su Veneto Classic creó un anfiteatro natural en la subida de la Tisa: 10 euros para acceder a una zona con servicios, entretenimiento y varios pasos de carrera. Al principio llovieron insultos. Hoy, cada año crece el número de aficionados que pagan.

No busca crear un estadio. Busca experimentar: ¿cuánto está dispuesto a pagar un fan por una buena experiencia? ¿Qué funciona? ¿Qué no?

Flanders Classics lleva años aplicando el mismo enfoque híbrido: Kwaremont con zona premium de pago, y miles de personas gratis alrededor. Un 90% popular, 10% “estadio”. Sin drama. Sin sacrilegio. Solo supervivencia.

El problema aparece cuando el debate se plantea como un blanco o negro: o todo gratis, o todo vallado. Y esa visión, simplemente, no existe en la realidad.

La única pregunta que importa: ¿qué recibe el fan?

Nadie va a pagar por un trozo de hierba con mala vista y sin baños.

Pero pueden pagar por:

  • una zona bien situada, con visibilidad real, seguridad, espacio,

  • pantallas gigantes,

  • ambiente, música, narración, contexto,

  • servicios básicos que eviten horas de incomodidad,

  • una experiencia compartida y memorable.

Y cuando esa base está cubierta, empieza la verdadera oportunidad: el valor añadido.

El tesoro oculto: saber quiénes son los aficionados

Con un ticket no solo entra dinero. Entra información. Datos reales de fans reales.
Nombre, email, intereses, hábitos. Lo que las marcas buscan desesperadamente en pleno 2025.

Hoy, ni siquiera el Tour de Francia—12 millones de personas en las cunetas—sabe quién es la gente que lo sigue. Doce millones de oportunidades. Cero relaciones directas.

En un mundo donde el patrocinio depende cada vez menos del logo y más de la activación digital, esto es un agujero negro.

El ticket no es una barrera:
es el inicio de una relación.

Cómo crear un ticket que valga más de lo que cuesta

La clave es que el aficionado sienta que paga por algo que supera con creces el precio impreso. ¿Cómo?

  • Zonas con buena visión y comodidad.

  • Contenido exclusivo para quienes compran entrada: cámaras onboard, charlas de directores deportivos, backstage.

  • Sorteos, encuentros, descuentos en material.

  • Promos conjuntas: entrada + un mes de Zwift, + una semana en Airbnb, + ventajas en marcas patrocinadoras.

  • Paquetes de comunidad: no solo ver la carrera, sino formar parte de algo.

Todo esto está al alcance de un deporte que todavía piensa como si estuviéramos en 1990.

La pregunta ya no es “¿cobramos?”. Es “¿cómo lo hacemos bien?”

No se trata de convertir el ciclismo en un estadio cerrado. Se trata de explorar el enorme espacio intermedio entre el “todo gratis” y el “todo de pago”. Un espacio que otros deportes ya explotan desde hace años.

Para llegar ahí harán falta valentía, creatividad y una colaboración real entre equipos, organizadores y marcas. Y asumir que algunos experimentos fallarán. Pero quedarse quietos es mucho peor.

Mientras el ciclismo repite debates de hace décadas, otros deportes avanzan.

La oportunidad está ahí:

  • para organizadores que quieren un modelo sostenible,

  • para equipos que no quieren ser simples vallas publicitarias en movimiento,

  • para patrocinadores que exigen datos y retorno real,

  • y para fans que merecen algo más que un segundo fugaz al borde de la carretera.

Si el ciclismo deja de tratar la palabra gratis como un dogma sagrado, descubrirá que las entradas no son una amenaza: son una puerta abierta hacia un futuro donde todos ganan.

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